Hoy es el turno de una nueva entrega de «Bercianos x el Mundo«. Nuestro protagonista es Miguel Ángel Domínguez Sevillano, ponferradino residente en Bilbao, profesor de la Universidad del País Vasco.
Miguel Ángel confiesa que del Bierzo echa de menos su olor y color, sus gentes y sus costumbres. Pero, según nos cuenta, «no es algo que se pueda explicar de un modo racional. En mi caso, es algo que hunde sus raíces en la infancia». Y eso es lo que ha hecho. En lugar de contarnos su trayectoria profesional, ha preferido hacer alusión a esos momentos, que nos relata en primera persona, después de realizar una interesante cita. Vamos con ello, ya que su texto es bastante amplio y no conviene extendernos demasiado más:
La memoria es extraña y selectiva. Se parece a la vacilación de los sueños. No obstante, en ocasiones la memoria sorprende y se presenta prolija, fecunda. Suele acontecer este fenómeno en los oasis y en las aristas de la vida; entonces el alma se vacía de recuerdos, como en un viaje iniciático hacia dentro, como viajeros que se esperan a sí mismos.
Nací en Ponferrada en el año 1949, al lado de la iglesia de la Encina y enfrente de la sede social de La Obrera, en la calle del Paraisín -llamada habitualmente calle de La Obrera-. Mis recuerdos de aquella época son escasos; entre ellos se encuentra una pequeña fuente situada cerca de los escalones que llevan a la cuesta del Rañadero, que en la actualidad persiste, y a la que me tenía que encaramar para poder beber. En ocasiones, el truco consistía en tener el pitorro tapado un buen rato, y cuando el agua salía de nuevo, la altura que alcanzaba era considerable.
Sobre los tres años bajé a La Puebla, a la calle José Antonio nº 35, hoy llamada Avenida de la Puebla. Allí transcurrió el resto de mi infancia hasta los nueve años. Vivía en la casa de Bodelón, vamos, donde los almacenes de tejidos Bodelón. Mi padre era ”Pedro, el encargado de Bodelón”, persona afable y entrañable, al que todo el mundo recurría cuando iba a comprar a los almacenes y muy conocida en el Bierzo. Allí, justo allí, empezaba mi barrio, por detrás de la tienda de Brindis, un enorme territorio llamado Las Huertas. Uno se adentraba en ese inmenso paraje –hoy lleno de casas-, el Polígono de las Huertas, por un sendero llamado el Caminín. Tenía unos límites y esquinas más o menos delimitados: la trasera del club de tenis –la pista donde se jugaba–, que cuidaba el moro Alí, el cual nos perseguía de vez en cuando; la parte de atrás del colegio San Ignacio y por el otro lado la tienda del Warnis. Al frente, todo estaba lleno de huertas, en la que podían encontrarse variados productos propios del Bierzo, y de presas de agua, para el regadío, donde cogíamos las ranas por las que los ginecólogos nos daban un duro por cada una de ellas, para no sé qué prueba – aunque me la imagino -, relacionada con su profesión, siendo su barrera natural, que nunca traspasábamos, los Nogales.
Los domingos por la mañana íbamos toda la cuadrilla del barrio a la misa de las 10.30 horas, en la antigua iglesia de San Pedro, ya que nuestras madres tenían la costumbre de preguntarnos acerca de que trataba ese domingo el evangelio, con el objeto de cerciorarse si efectivamente habíamos ido a misa. Resolvimos el asunto yendo uno solo a misa, y luego le contaba a los demás sobre lo que habían hablado Don Santiago o Don Manuel, curas de nuestra parroquia.
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